Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren
computar en años
y otros en lustros, lo despertaron dos remeros
a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un
hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y
de no quemarse. El mago recordó
bruscamente las palabras del Dios.
Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego
era la
única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo,
apaciguador al principio, acabó por
atormentarlo. Temió que su hijo
meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su
condición de
mero simulacro.
No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro
hombre, ¡Qué humillación
incomparable, qué vértigo!
A todo padre le interesan los hijos que ha procreado
(que ha permitido) en una mera
confusión o felicidad;
es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo,
pensado entraña por entraña
en mil y una noches secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron
algunos
signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota
nube en un cerro, liviana como un pájaro;
luego, hacia el Sur, el cielo
que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las
humaredas que
herrumbraron el metal de las noches; después
la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido
hace
muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego
fueron destruidas por el fuego.
En un alba sin
pájaros el mago vio cernirse contra los muros
el incendio concéntrico. Por un instante, pensó
refugiarse en las
aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar
su vejez y a absolverlo de sus
trabajos. Caminó contra los
jirones de fuego. Estos no mordieron su carne, éstos
lo acariciaron y lo
inundaron sin calor y sin combustión.
Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él
también era una apariencia, que otro estaba soñándolo
JORGE LUIS BORGES
FICCIONES 1944
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