domingo, 17 de enero de 2016

LAS RUINAS CIRCULARES II

Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. 
Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. 
Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses 
planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. 

Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, 
color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara 
ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante 14 lúcidas noches. 

Cada noche, lo percibía con mayor vivencia. No lo tocaba: 
se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo 
con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias 
y muchos ángulos. La noche catorceava rozó la arteria pulmonar 
con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. 
El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: 
luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y 
emprendió la visión de otro de los órganos principales. 
Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo 
innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, 
un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía 
abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.

En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan 
un rojo Adán que no logra  ponerse de pie; tan inhábil, rudo 
y elemental como ese Adán de polvo, era el Adán de sueño que las 
noches del mago habían fabricado. 
Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, 
pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) 

 Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a 
los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, 
e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó 
con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo 
de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes
y también un toro, una rosa, una tempestad. 

Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego,
que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido 
sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, 
de suerte que todas las Criaturas excepto el Fuego mismo 
y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. 
Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviara 
al otro templo despedazado cuyas pirámides 
persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara 
en aquel edificio desierto. 

En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente 
abarcó dos años) a descubrirle los arcanos 
del universo y del culto del fuego. 

Intimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto 
de la necesidad pedagógica dilataba cada día las horas dedicadas 
al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. 

A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había 
acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos 
pensaba: «Ahora estaré con mi hijo». O, más raramente: 
«El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy».

Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le 
ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, 
flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos 
análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura 
que su hijo estaba listo para nacer. Tal vez impaciente. 

Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos 
despojos blanquean río abajo, a muchas leguas de inextricable 
selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un 
fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) 
le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.


Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos 
de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, 
tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, 
en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, 
o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta 
palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente 
se nutría de esas disminuciones de su alma.

 El propósito de su vida estaba colmado; el hombre 
persistió en una suerte de éxtasis. ..

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