Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños.
Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto.
Luego, en la
tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses
planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre
poderoso y durmió.
Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado,
color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara
ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante 14 lúcidas noches.
Cada noche, lo percibía con mayor vivencia. No lo tocaba:
se limitaba a
atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo
con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias
y muchos ángulos. La noche catorceava rozó la arteria pulmonar
con el índice y luego todo el
corazón, desde afuera y adentro.
El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche:
luego
retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y
emprendió la visión de otro de los órganos
principales.
Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo
innumerable fue tal vez la tarea más
difícil. Soñó un hombre íntegro,
un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía
abrir los ojos.
Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.
En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan
un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil, rudo
y elemental como ese Adán de polvo, era el Adán de sueño
que las
noches del mago habían fabricado.
Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra,
pero se
arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.)
Agotados los votos a los númenes
de la tierra y del río, se arrojó a
los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro,
e imploró su desconocido socorro.
Ese crepúsculo, soñó
con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo
de tigre y potro, sino a
la vez esas dos criaturas vehementes
y también un toro, una rosa, una tempestad.
Ese múltiple dios le reveló
que su nombre terrenal era Fuego,
que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido
sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado,
de suerte que todas las Criaturas excepto
el Fuego mismo
y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso.
Le ordenó que una vez instruido en
los ritos, lo enviara
al otro templo despedazado cuyas pirámides
persisten aguas abajo, para que
alguna voz lo glorificara
en aquel edificio desierto.
En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se
despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente
abarcó
dos años) a descubrirle los arcanos
del universo y del culto del fuego.
Intimamente, le dolía
apartarse de él. Con el pretexto
de la necesidad pedagógica dilataba cada día las horas dedicadas
al sueño.
También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente.
A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo
eso había
acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos
pensaba: «Ahora estaré con mi
hijo». O, más raramente:
«El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy».
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le
ordenó que
embanderara una cumbre lejana. Al otro día,
flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros
experimentos
análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura
que su hijo estaba listo para
nacer. Tal vez impaciente.
Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos
despojos
blanquean río abajo, a muchas leguas de inextricable
selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera
nunca que era un
fantasma, para que se creyera un hombre como los otros)
le infundió el olvido total de sus
años de aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos
de
la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra,
tal vez imaginando que su hijo
irreal ejecutaba idénticos ritos,
en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba,
o soñaba como lo
hacen todos los hombres. Percibía con cierta
palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente
se
nutría de esas disminuciones de su alma.
El propósito de su vida estaba colmado; el hombre
persistió en una
suerte de éxtasis. ..
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