domingo, 17 de enero de 2016

LAS RUINAS CIRCULARES I

And if he left off
dreaming about
you...Through the
Looking-Glass, VI


Nadie lo vio desembarcar en la anónima noche, nadie vio la canoa 
de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días 
nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria 
era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco 
violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado 
de griego y donde es infrecuente la lepra. 

Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera 
sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le 
dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, 
hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, 
que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. 

Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, 
que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor 
de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. 
Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas 
habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza 
de la carne sino por determinación de la voluntad. 

Sabía que ese templo era el lugar que requería 
su invencible propósito; sabía que los árboles 
incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, 
las ruinas de otro templo propicio, también de dioses
incendiados y muertos; sabía que su inmediata 
obligación era el sueño. 

Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. 
Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que 
los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño 
y solicitaban su amparo o temían su magia.

Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho 
sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.

El propósito que lo guiaba no era imposible, 
aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: 
quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. 
Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; 
si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo 
de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía 
el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo
de mundo visible; la cercanía de los labradores también, 
porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. 

El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su 
cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.
Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron 
de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un 
anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: 
nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los 
últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, 
pero eran del todo precisas. 

El hombre les dictaba lecciones de anatomía, 
de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban 
con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, 
como si adivinaran la importancia de aquel examen, 
que redimiría a uno de ellos de su condición de vana 
apariencia y lo interpolaría en el mundo real. 

El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas
 de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, 
adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. 

Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que 
nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban 
con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, 
a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos 
de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; 
los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las 
tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de 
horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio
y se quedó con un solo alumno. 

Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos 
afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho 
tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo 
de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. 

Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió 
del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde 
que pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. 

Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio 
se abatía contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó 
entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente 
de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio 
y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste 
se deformó, se borró. 

En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira 
le quemaban los viejos ojos.

Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y 
vertiginosa que componen los sueños es el más arduo que puede 
acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden 
superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de 
arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un 
fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación 
que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. 

Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas 
que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación 
de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho

razonable del día. .. 

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