And if he left off
dreaming about
you...Through the
Looking-Glass, VI
Nadie lo vio desembarcar en la anónima noche, nadie vio la canoa
de
bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días
nadie ignoraba que el hombre taciturno
venía del Sur y que su patria
era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco
violento de
la montaña, donde el idioma zend no está contaminado
de griego y donde es infrecuente la lepra.
Lo cierto es
que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera
sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas
que le
dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado,
hasta el recinto circular que corona
un tigre o caballo de piedra,
que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza.
Ese redondel
es un templo que devoraron los incendios antiguos,
que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no
recibe honor
de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal.
Lo despertó el sol alto. Comprobó
sin asombro que las heridas
habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza
de la
carne sino por determinación de la voluntad.
Sabía que ese templo era el lugar que requería
su invencible
propósito; sabía que los árboles
incesantes no habían logrado estrangular, río abajo,
las ruinas de otro
templo propicio, también de dioses
incendiados y muertos; sabía que su inmediata
obligación era el sueño.
Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro.
Rastros de pies descalzos, unos higos y
un cántaro le advirtieron que
los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño
y solicitaban
su amparo o temían su magia.
Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho
sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible,
aunque sí sobrenatural.
Quería soñar un hombre:
quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad.
Ese proyecto
mágico había agotado el espacio entero de su alma;
si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o
cualquier rasgo
de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía
el templo inhabitado y
despedazado, porque era un mínimo
de mundo visible; la cercanía de los labradores también,
porque éstos se
encargaban de subvenir a sus necesidades frugales.
El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo
suficiente para su
cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.
Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron
de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un
anfiteatro circular que era de algún modo el
templo incendiado:
nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los
últimos pendían a
muchos siglos de distancia y a una altura estelar,
pero eran del todo precisas.
El hombre les dictaba lecciones de
anatomía,
de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban
con ansiedad y procuraban responder con
entendimiento,
como si adivinaran la importancia de aquel examen,
que redimiría a uno de ellos de su
condición de vana
apariencia y lo interpolaría en el mundo real.
El hombre, en el sueño y en la vigilia,
consideraba las respuestas
de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores,
adivinaba en
ciertas perplejidades una inteligencia creciente.
Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que
nada podía
esperar de aquellos alumnos que aceptaban
con pasividad su doctrina y sí de aquellos que
arriesgaban,
a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos
de amor y de buen
afecto, no podían ascender a individuos;
los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora
también las
tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de
horas en el amanecer) licenció para
siempre el vasto colegio ilusorio
y se quedó con un solo alumno.
Era un muchacho taciturno, cetrino,
díscolo a veces, de rasgos
afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho
tiempo la brusca
eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo
de unas pocas lecciones
particulares, pudo maravillar al maestro.
Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió
del sueño
como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde
que pronto confundió con la aurora y comprendió
que no había soñado.
Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio
se abatía
contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó
entre la cicuta unas rachas de sueño débil,
veteadas fugazmente
de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio
y apenas hubo
articulado unas breves palabras de exhortación, éste
se deformó, se borró.
En la casi perpetua vigilia,
lágrimas de ira
le quemaban los viejos ojos.
Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y
vertiginosa
que componen los sueños es el más arduo que puede
acometer un varón, aunque penetre todos los
enigmas del orden
superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de
arena o que amonedar
el viento sin cara. Comprendió que un
fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme
alucinación
que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo.
Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la
reposición de las fuerzas
que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación
de soñar y casi acto
continuo logró dormir un trecho
razonable del día. ..
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