tranvía a trabajar o a tomar fresco, habrá a veces observado el siguiente fenómeno:
Una puerta de casa comercial con la cortina metálica medio corrida. Frente a la
cortina metálica, y ocupando la vereda y parte de la calle, hay un racimo de gente.
La muchedumbre es variada en aspecto. Hay pequeños y grandes, sanos y lisiados.
Todos tienen un diario en la mano y conversan animadamente entre sí.
Lo primero que se le ocurre al viajante inexperto es de que allí ha ocurrido un
crimen trascendental y siente tentaciones de ir a engrosar el número de aparentes
curiosos que hacen cola frente a la cortina metálica, mas a poco de reflexionarlo
se da cuenta de que el grupo está constituído por gente que busca empleo, y que
ha acudido al llamado de un aviso. Y si es observador y se detiene en la esquina
podrá apreciar este conmovedor espectáculo.
Del interior de la casa semiblindada salen cada diez minutos individuos que
tienen el aspecto de haber sufrido una decepción, pues irónicamente miran
a todos los que les rodean, y contestando rabiosa y sintéticamente a las preguntas
que les hacen, se alejan rumiando desconsuelo.
Esto no hace desmayar a los que quedan, pues, como si lo ocurrido fuera un
aliciente, comienzan a empujarse contra la cortina metálica, y a darse de puñetazos
y pisotones para ver quien entra primero.
De pronto el más ágil o el más fuerte se escurre adentro y el resto queda mirando
la cortina, hasta que aparece en escena un viejo empleado de la casa que dice:
—Pueden irse, ya hemos tomado empleado.
Esta incitación no convence a los presentes, que estirando el cogote sobre el hombro
de su compañero comienzan a desaforar desvergüenzas, y a amenazar con romper
los vidrios del comercio. Entonces, para enfriar los ánimos, por lo general un
robusto portero sale con un cubo de agua o armado de una escoba y empieza
a dispersar a los amotinados. Esto no es exageración.
Ya muchas veces se han hecho denuncias semejantes en las seccionales sobre
este procedimiento expeditivo de los patrones que buscan empleados.
Los patrones arguyen que ellos en el aviso pidieron expresamente “un muchacho
de 16 años para hacer trabajos de escritorio”, que en vez de presentarse candidatos
de esa edad, lo hacen personas de 30 .años, y hasta cojos y jorobados. Y ello es
en parte cierto. En Buenos Aires, “el hombre que busca empleo” ha venido a
constituir un tipo sui generis.
Puede decirse que este hombre tiene el empleo de “ser hombre que busca trabajo”
ROBERTO ARLT
El hombre que busca trabajo es frecuentemente un individuo que oscila entre los 18
y 24 años. No sirve para nada. No ha aprendido nada. No conoce ningún oficio.
Su única y meritoria aspiración es ser empleado. Es el tipo del empleado abstracto.
El quiere trabajar, pero trabajar sin ensuciarse las manos, trabajar en un lugar donde
se use cuello; en fin, trabajar “pero entendámonos… decentemente”.
Y un buen día, día lejano, si alguna vez llega, él, el profesional de la busca de
empleo, se “ubica”. Se ubica con el sueldo mínimo, pero qué le importa. Ahora
podrá tener esperanzas de jubilarse. Y desde ese día, calafateado en su
rincón administrativo espera la vejez con la paciencia de una rémora.
Lo trágico es la búsqueda del empleo en casas comerciales. La oferta ha llegado
a ser tan extraordinaria, que un comerciante de nuestra amistad nos decía:
—Uno no sabe con qué empleado quedarse. Vienen con certificados.
Son inmejorables. Comienza entonces el interrogatorio:
—¿Sabe usted escribir a máquina?
—Sí, ciento cincuenta palabras por minuto.
—¿Sabe usted taquigrafía?
—Sí, hace diez años.
—¿Sabe usted contabilidad?
—Soy contador público.
—¿Sabe usted inglés?
—Y también francés.
—¿Puede ofrecer una garantía?
—Hasta diez mil pesos de las siguientes firmas.
—¿Cuánto quiere ganar?
—Lo que ustedes acostumbran pagar.
—Y el sueldo que se les paga a esta gente -nos decía el aludido comerciante— no
—¿Sabe usted escribir a máquina?
—Sí, ciento cincuenta palabras por minuto.
—¿Sabe usted taquigrafía?
—Sí, hace diez años.
—¿Sabe usted contabilidad?
—Soy contador público.
—¿Sabe usted inglés?
—Y también francés.
—¿Puede ofrecer una garantía?
—Hasta diez mil pesos de las siguientes firmas.
—¿Cuánto quiere ganar?
—Lo que ustedes acostumbran pagar.
—Y el sueldo que se les paga a esta gente -nos decía el aludido comerciante— no
es nunca superior a ciento cincuenta pesos. Doscientos pesos los gana un empleado
con antigüedad… y trescientos… trescientos es lo mítico. Y ello se debe a la oferta.
Hay farmacéuticos que ganan 180 pesos y trabajan 8 horas diarias, hay
abogados que son escribientes de procuradores, procuradores que les pagan
200 pesos mensuales, ingenieros que no saben qué cosa hacer con el título,
doctores en química que envasan muestras de importantes droguerías.
Parece mentira y es cierto.
La interminable lista de “empleados ofrecidos” que se lee por las mañanas en los
diarios es la mejor prueba de la trágica situación por la que pasan millares y
millares de personas en nuestra ciudad. Y se pasan éstas los años buscando
trabajo, gastan casi capitales en tranvías y estampillas ofreciéndose, y nada
la ciudad está congestionada de empleados.
Y sin embargo, afuera está la llanura, están los campos, pero la gente no quiere
salir afuera. Y es claro, termina tanto por acostumbrarse a la falta de empleo que
viene a constituir un gremio, el gremio de los desocupados.
Sólo les falta personería jurídica para llegar a constituir una de las tantas
sociedades originales y exóticas de las que hablará la historia del futuro.
AGUAS FUERTES PORTEÑAS
ROBERTO ARLT (1900-1942)
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