Qué bueno que el nombre de una mujer remita a canción y a poema gracias a aquel
maravilloso trabajo de Félix Luna y Ariel Ramírez, “Mujeres argentinas” que inmortalizó
la querida voz de Mercedes Sosa. Aquellas melodías y palabras permitieron que muchos
argentinos se anoticiaran de la existencia de una extraordinaria luchadora que lo dio
literalmente todo por la independencia de esta parte de América.
Y nunca está de más recordar que la lucha de las mujeres fue fundamental en
aquella guerra gaucha, esa guerra corajuda y desigual que se libró sin recursos
pero con mucho ingenio y una audacia sin límites. De un lado los ejércitos del rey,
los mismos que venían de vencer a Napoleón. Del otro un pueblo decidido y
comandado por gente que no hacía gala del ejemplo, lo ejercía.
Aquellas mujeres no solo eran excelentes espías y correos sino que algunas de ellas,
como Juana Azurduy, comandaban tropas en las vanguardias de las fuerzas patriotas.
Esta maravillosa mujer había nacido en Chuquisaca el 12 de junio1780, mientras
estallaba y se expandía la rebelión de Túpac Amaru.
Su familia la pensó monja y ella se pensó libre.
estallaba y se expandía la rebelión de Túpac Amaru.
Su familia la pensó monja y ella se pensó libre.
Ganó Juana y hubo que sacarla del convento de Santa Teresa, según el parte de la
Madre Superiora, por su irreductible conducta altiva. Afuera la esperaba la lucha y el amor
de la mano del comandante Manuel Ascencio Padilla, aquel que le contestaba al
Gral Rondeau: “vaya seguro Vuestra Señoría de que el enemigo no tendrá un solo
momento de quietud. Todas las provincias se moverán para hostilizarlo; y cuando a
costa de hombres nos hagamos de armas, los destruiremos. El Perú será reducido
primero a cenizas que a voluntad de los españoles.”
Juana era lo que se dice una revolucionaria de la primera hora. Participó con Padilla en
la revoluciones de Chuquisaca y La Paz en 1809, y un año después alojó en su casa a
Juan José Castelli, uno de los comandantes de las tropas patriotas que iba a cumplir su
sueño de hacer la revolución en el Alto Perú. Juana colaboró hasta con lo que no tenía
para abastecer a las tropas libertadoras que venían desde Buenos Aires.
Tras la derrota de Huaqui los realistas lograron rodear su casa en la que resistió como
pudo junto a sus hijos, hasta que Padilla en una acción absolutamente temeraria logró
liberar a su familia. Juana ayudó a crear una milicia de más de 10.000 aborígenes
y comandó varios de sus escuadrones. Libró más de treinta combates, siempre a la
vanguardia, haciendo uso de un coraje desmedido que se fue haciendo famoso entre
las filas enemigas a las que les había arrebatado personalmente más de una bandera
y cientos de armas. Su accionar imparable permitió recobrar del dominio español las
ciudades de Arequipa, Puno, Cuzco y La Paz.
La pareja defendió también a sangre y fuego del avance español la zona
comprendida entre el norte de Chuquisaca y las selvas de Sta Cruz de la Sierra.
. En su muy interesante trabajo: “Las guerrillas en el Norte”, incluido en su Historia de San Martín, don Bartolomé describe el sistema de combate y gobierno conocido como las “republiquetas”, que consistía en la formación, en las zonas liberadas, de centros autónomos
a cargo de un jefe político–militar. Hubo 102 caudillos que comandaron igual número de republiquetas. La temeridad de estos jefes revolucionarios y la crueldad de la
lucha fue tal que sólo sobrevivieron nueve de ellos.
Juana lo fue perdiendo todo, su casa, su tierra y cuatro de sus cinco hijos,
Manuel, Mariano, Juliana y Mercedes, en medio de la lucha. No tenía nada más
que su dignidad, su coraje y la firme voluntad revolucionaria. Por eso, cuando los
Padilla estaban en la más absoluta miseria y un jefe español intentó sobornar a
su marido, Juana le contestó enfurecida: “La propuesta de dinero y otros intereses
sólo debería hacerse a los infames que pelean por mantener la esclavitud, más no
a los que defendían su dulce libertad, como él lo haría a sangre y fuego”.
Juana salvó a su marido que había caído prisionero en febrero de 1814 en una operación
relámpago que dejó sin rehenes y sin palabras al enemigo.El 3 de marzo de 1816 Padilla
y Juana atacaron al general español La Hera cerca de Villar; allí Juana al frente de 30
jinetes entre ellos varias amazonas, logró detener a los realistas, quitarles
el estandarte, recuperar fusiles y cubrir la retirada de su compañero
.
Juana fue una estrecha colaboradora de Güemes y por su coraje fue teniente coronel de
una división explícita llamada “Decididos del Perú”, con uniforme, el Gral. Belgrano debía
entregarle el sable, pero prefirió brindarle el suyo, el que lo había acompañado en Salta
y Tucumán y durante el heroico éxodo jujeño.Tres meses después, en el combate de
Villar fue herida por los realistas. Su marido acudió en su rescate y logró liberarla, pero a
costa de ser herido de muerte. Era el 14 de septiembre de 1816. Juana se quedaba
sin su compañero y el Alto Perú sin uno de sus jefes más valientes y brillantes.
Juana siguió peleando para alistarse luego nuevamente en las tropas de Güemes.
Cuando Güemes fue asesinado a traición en junio de 1821, decidió volver a su tierra.
Estaba en Chuquisaca con su hija Luisa y su nieta Cesárea aquella tarde de noviembre de
1825 cuando al abrir la puerta se encontró nada menos que con el Gral Simón Bolívar, que
quería tener el honor de conocerla. Fue un abrazo profundo, con pocas palabras, estaba
todo muy claro pero para el Libertador se hizo necesario decir: “esta república, en lugar
de hacer referencia a mi apellido, debería llevar el de los Padilla”.
Pero más allá de los halagos, Juana seguía en la miseria y no recibía ni la pensión
que le correspondía ni los sueldos adeudados por su rango de Coronela. Fiel a su historia,
tomó la pluma y escribió: “Sólo el sagrado amor a la patria me ha hecho soportable la
pérdida de un marido sobre cuya tumba había jurado vengar su muerte y seguir su ejemplo;
mas el cielo que señala ya el término de los tiranos, quiso regresase a mi casa donde he encontrado disipados mis intereses y agotados todos los medios que pudieran proporcionar
mi subsistencia; en fin rodeada de una hija que no tiene más patrimonio que las lágrimas.”
Bolívar le concedió a la heroica luchadora una pensión vitalicia de 60 pesos, que fue
aumentada por el presidente de Bolivia, Mariscal Sucre, pero que Juana cobraba cada
tanto hasta que dejó de cobrarla cuando la burocracia le ganó una de las pocas batallas
que perdió en su vida. Juana murió en la soledad, el olvido y la pobreza, paradójicamente
en una casa en la calle “España” en un humilde barrio de Chuquisaca, el 25-5-1862.
AUTOR: FELIPE PIGNA
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