Para que su horror sea perfecto, César, acosado al pie de una
estatua por los impacientes
puñales de sus amigos,
descubre entre las caras y los aceros la de
Marco Junio Bruto, su
protegido, acaso su hijo,
y ya no se defiende y exclama:
"¡Tú también, hijo mío!"
Shakespeare y Quevedo recogen el patético grito.
Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías;
diecinueve siglos
después, en el sur de la Provincia de Buenos Aires,
un gaucho es agredido por otros
gauchos y, al caer,
reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconvención
y lenta
sorpresa
(estas palabras hay que oírlas, no leerlas): "¡Pero, CHE!".
Lo matan y no sabe que
muere para que se repita una escena.
JORGE LUIS BORGES
EL HACEDOR
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