El día de mis noventa años había recordado, como siempre, a las cinco de la
mañana. Mi único compromiso, por ser viernes, era escribir la nota firmada que se
publica los domingos en El Diario de La Paz. Los síntomas del amanecer habían
sido perfectos para no ser feliz: me dolían los huesos desde la madrugada, me ardía
el culo, y había truenos de tormenta después de tres meses de sequía. Me bañé
mientras estaba el café, me tomé un tazón endulzado con miel de abejas y
acompañado con dos tortas de cazabe, y me puse el mameluco de lienzo de estar
en casa.
El tema de la nota de aquel día, cómo no, eran mis noventa años. Nunca he
pensado en la edad como en una gotera en el techo que le indica a uno la cantidad
de vida que le va quedando. De muy niño oí decir que cuando una persona muere
los piojos que incuban en la pelambre escapan pavoridos por las almohadas para
vergüenza de la familia. Esto me escarmentó de tal suerte, que me dejé tusar a coco
para ir a la escuela, y las escasas hebras que me quedan me las lavo todavía con el
jabón del perro agradecido. Quiere decir, me digo ahora, que de muy niño tuve mejor
formado el sentido del pudor social que el de la muerte.
Desde hacía meses había previsto que mi nota de aniversario no fuera el sólito
lamento por los años idos, sino todo lo contrario: una glorificación de la vejez.
Memorias de mis putas tristes 7
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Empecé por preguntarme cuándo tomé conciencia de ser viejo y creo que fue muy
poco antes de aquel día. A los cuarenta y dos años había acudido al médico con un
dolor de espaldas que me estorbaba para respirar. El no le dio importancia: Es un
dolor natural a su edad, me dijo.
-En ese caso -le dije yo-, lo que no es natural es mi edad.
El médico me hizo una sonrisa de lástima. Veo que es usted un filósofo, me dijo. Fue
la primera vez que pensé en mi edad en términos de vejez, pero no tardé en
olvidarlo. Me acostumbré a despertar cada día con un dolor distinto que iba
cambiando de lugar y forma a medida que pasaban los años. A veces parecía ser un
zarpazo de la muerte y al día siguiente se esfumaba. Por esa época oí decir que el
primer síntoma de la vejez es que uno empieza a parecerse a su padre. Debo estar
condenado a la juventud eterna, pensé entonces, porque mi perfil equino no se
parecerá nunca al caribe crudo que fue mi padre, ni al romano imperial de mi madre.
La verdad es que los primeros cambios son tan lentos que apenas si se notan, y uno
sigue viéndose desde dentro como había sido siempre, pero los otros los advierten
desde fuera.
de Memorias de mis Putas tristes
Gabriel García Marquez
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