El acaparamiento compulsivo crece a un ritmo alarmante
en distintas geografías y niveles sociales.
Ya no es un mal que afecte al viejo de la bolsa o al
chatarrero, de hecho hay muchas mujeres acaparadoras.
La casa de un acaparador generalmente emana olores
que ahuyentan y son claramente caóticas.
Las causas al igual que el detonador de esta conducta
puede ser muy variado pero hay rasgos que son
comunes a todos.
Cada acaparador en su caos lleva un registro exacto
de lo que tiene, ya sea que se trate de objetos
propios, donados o elegidos.
Ellos encuentran en esa geografía extraña el
lugar en donde grupos de cosas se acumulan.
Puede tratarse de libros, ropa, juguetes, álbunes
de fotos, botellas, zapatos, etc.
No hay límite para el acaparador que también suele
usar el patio, el jardín o la vereda para extender
una suerte de reinado fantasma, porque de esto
se trata acaparar: de fantasmas.
Ya sea que se trate de su espacio propio o móvil
el acaparador lleva a cuestas sus memorias de
tiempos felices, registros de hechos que no puede
olvidar, perdonar o despedir.
El acaparador pone en las cosas una suerte de
ánima, las cosas que tienen cobran la vida que
tal vez otras personas han perdido.
No es intencional, pero el resultado invariable
es el aislamiento y la soledad, ya que en la
mayoría de los casos el lugar se vuelve
insalubre e inhabitable, no hay argumento
que valga ni siquiera el de la familia cercana
que es la primera en abandonar la casa.
En muchos casos tiene que intervenir la justicia
en otros profesionales de salud mental y asistentes
sociales. En otros casos directamente la persona
tiene que ser hospitalizada a causa de su propio
abandono. Muchas veces los acaparadores
conviven con colonias de insectos o
recurren a los gatos ya sea para compañía
o para controlar la población de ratas.